Tolkien y la Naturaleza del Mal

A primera vista la noción del mal en Tolkien es perfectamente tradicional y en línea con el pensamiento católico: El mal parte de la desobediencia, del hecho de querer hacer cosas por su cuenta. Así en el Silmarillion, que como presentación de la mitología básica es lo que vamos a tratar, Melkor (el primer Señor Oscuro) inicia su camino hacia el mal teniendo pensamientos propios, separado de sus congéneres. Ese es el camino que lleva a este Vala, el más poderoso de todos (los Valar son cercanos a ángeles del mundo tolkeniano) a la rebelión y al mal. La cercanía con las historias bíblicas es clara, y Milton en Paradise Lost también había escrito esa historia como literatura. Siendo Tolkien católico, y tradicionalista, uno podría dejar la cosa ahí. Sin embargo, hay otros elementos que se pueden analizar.

Claramente para las sociedades modernas una concepción del mal como desobediencia resulta insuficiente, si es aceptada. Sociedades que valoran tanto la auto-expresión y la individualidad, y que de hecho no piensan que la obediencia sea en sí positiva, se distancian de tales concepciones.

Hay elementos para pensar que Tolkien reconoció que el pensar pensamientos propios no era elemento constitutivo del mal para los modernos, y eso le condujo a complejizar la idea tradicional, y en ese movimiento haciéndola más profunda e interesante.

La historia clave aquí es la Aulé (otro Vala) creando a los enanos. Originalmente esto puede verse como muy cercano a Melkor creando a los orcos. Aulé decide, por su cuenta y sin comunicarle a Eru Ilúvatar (Dios), crear seres, dado su deseo que el mundo sea habitado y que las cosas que han sido creadas sean experimentadas por alguien, y está impaciente dado que no han nacido las razas pensadas por Eru. Como, finamente, nada puede ser escondido a Ilúvatar, enfrenta a Aulé, y éste -entristecido- le dice que es comprensible que un hijo porque imite a su padre, aunque sea de juego, y ofrece destruir su creación, los padres de los enanos. Cuando intenta hacerlo, los padres de los enanos actúan intentando evitar su propia destrucción.

En la historia hay dos elementos que diferencian la buena de la mala creación:

El primero es el motivo. Aulé crea porque desea que otros puedan hacer y experimentar el mundo, y porque desea que el mundo sea experimentado. Es por ello similar a lo que Eru mismo hace (que es a lo que se refiere con lo de imitar al padre), y lo que todos los Valar hicieron cuando hicieron música y así crearon el mundo: Cada uno puso lo que era de él. La creación es, entonces, auto-expresión. En el caso de Melkor él crea -los orcos por ejemplo, pero también en sus acciones en la música de los Ainur-, pero lo hace para dominar, para tener seres a quienes mandar y que lo obedezcan. La creación como dominación.

El segundo es el resultado. Los creados padres de los enanos se oponen a la voluntad de su creador, tienen voluntad propia. Los orcos, y eso es constante en Tolkien, no tienen voluntad propia. Es por ello que cada vez que su señor es derrotado no saben que hacer y se dispersan. Y es porque los hombres, aunque de fácil corrupción, sí tienen voluntad propia es porque en esos casos hay que seguir combatiendo. Pero al tener propia voluntad sí son accesibles al bien (y luego es posible parlamentar -como sucede en la derrota de Saruman en El Señor de los Anillos– o preguntarse si son realmente malos si participan de las agresiones del mal -como lo hace Sam cuando observa una batalla entre hombres). Los orcos, en la mitología, no son accesibles al bien porque no tienen voluntad. Esto es coherente con que en la creación de la Música de los Ainur la música de Melkor es un unísono: nada hay en ella más allá del propio ‘tono’ de Melkor.

La buena creación, entonces, en Tolkien, no crea para el bien del creador y por eso mismo, crea seres autónomos e independientes.  La mala creación crea para el dominio y, por ello, no crea seres con voluntad. Es una intuición que va más allá de la idea tradicional del bien como obediencia, y que de hecho la subvierte si se quiere: Porque en la original, el creador crea para la dominación y el poder, pero sabido es que la imaginación semítica, que es el origen de las concepciones bíblicas, los dioses son pensados a semejanza de los reyes. Pero no es esa la imagen en Tolkien donde la imagen de la creación es más cercana al mundo de las artes (el mundo es creado a través de la música).

Lo anterior puede servir para, a su vez, comprender algo mejor una de las temáticas más recurrentes en Tolkien: Que el mal no comprende al bien, no puede imaginarlo. En última instancia, el mal es no salir de uno mismo, ensimismarse. Y no el pensar por su cuenta y ser independiente lo que constituye el mal, sino el quedar atrapado en uno mismo, y luego no poder entender nada que no sea el sí mismo. Porque, finalmente, para poder ser uno mismo, para poder expresarse en su ser, hay que salir de uno mismo.

Un esbozo de una ética borgeana

Hablar de una ética en la obra de Jorge Luis Borges es, en cierto sentido, exponerse claramente a la acusación de intentar un sin sentido, un absurdo (casi de escribir un cuento borgeano). Para quién explícitamente se declaró ser escéptico, y que en base al escepticismo, defendía su adhesión al Partido Conservador; ¿cómo buscar una ética consistente? Por cierto que posiciones específicas Borges tenía muchas, y así declaradas; pero de ahí a poder postular una ética -un esquema conceptual coherente- sería ir en contra de lo declarado por el propio autor.

Al fin y al cabo, es fácil encontrar en Borges declaraciones que nos hablan de lo inescrutable del universo: ‘No hay ejercicio intelectual que no sea inútil’ en el Pierre Menard. O, al inicio de Sobre el Vathek de William Beckford ‘tan compleja es la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia’. Del mismo tenor una de mis preferidas, en el Inferno I, 32 en el Hacedor:

En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su vida y de su labor; Dante maravillado al fin supo quién era y qué era y bendijo sus amarguras. La tradición refiere que, al despertar, sintió que había recibido y perdido una cosa infinita, algo que no podría recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina de mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres

Las palabras finales que, de hecho, repiten el inicio del texto donde se refiere lo mismo pero en torno a un leopardo (y la simplicidad de las fieras)

Sin embargo, es posible extraer una visión ética de los textos de Borges, y una que es coherente con dicha inescrutabilidad del mundo. Los textos cruciales, creo, son dos. Uno está al final de la Historia del Guerrero y de la Cautiva:

La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar.

El otro texto está en el cuento inmediatamente posterior en El Aleph, en la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz:

Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento, el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.

Lo que ambas citas tienen en común es la idea de fidelidad a un destino. Es claro que la fidelidad no es al origen -en la primera ambos casos ‘traicionan’ a sus orígenes-. Es claro además que esa fidelidad no es, de hecho, a algo ‘elegido’ -no es fidelidad a un proyecto  de ser-. A lo que se es fiel a lo que, por decirlo de otro modo, se es convocado a hacer y a ser.

Es posible observar la relación entre la Biografía de Tadeo Isidoro Cruz y el texto sobre Dante: En ambos casos el tema central es saber quien se es. La complejidad del mundo, que va más allá de la simplicidad de las personas, hace inviable poder tener un método para determinar quien se es; lo que sí permite es en algún momento saberlo sin saber por qué se sabe (teniendo el saber del artesano no el del filósofo pensando en cómo los griegos pensaban al respecto). Y una vez sabiendo ello, entonces no queda más que seguir esa identidad.

La importancia de seguir ese destino, seguir lo que se es, se puede observar también en varios textos de Borges. En Una oración de El Elogio de la Sombra:

El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro.

Y más sucintamente en Otro Poema de los Dones, en El Otro, El Mismo:

Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas

El rendirse al destino que lo constituye a uno, amor fati (y mostrando que a pesar de todo su amor a Schopenhauer hay algo de Nietszche en Borges), es compatible con, al mismo tiempo aceptar que ese mundo y ese destino son inentendibles (que son un laberinto al fin y al cabo). La frase de rendirse al destino bien puede interpretarse como ausencia de libertad. Y sin embargo, en las dos citas que usábamos como muestra de la actitud es al contrario. Es al rendirse al propio ser, al dejar que éste sea, es precisamente cuando los individuos logran efectivamente ser libres. Y hacer lo que les corresponde hacer en tanto son fieles a sí mismos, en tanto son ellos mismos: luchar por Ravena, irse con los indios, no consentir el delito que se mate a un valiente.

Ambas exigencias -el deber de seguir el propio destino, pero en un mundo que no se puede conocer- confluyen en otra exigencia:

41. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena (Fragmentos de un Evangelio Apócrifo, Elogio de la Sombra)

En última instancia, aunque cada cosa es arena, el conjunto de las cosas -de la cual el propio destino forma parte- sí es de piedra. Y si bien los hombres nada pueden prometer, porque mortales son; también se puede recordar que en la promesa hay algo inmortal.

Sólo para que no se me olvide. Dante, Beatriz, Ponto Vecchio y la 2a Guerra Mundial

Vía Ionarts y Bookslut

Six hundred fifty years later, during World War II, the Americans were chasing the German army up the Italian “boot.” The Germans were blowing up everything of aid to the progression of the American army, including the bridges across the Arno River. But no one wanted to blow up the Ponte Vecchio, because Beatrice had stood on it and Dante had written about her. So the German army made radio contact with the Americans and, in plain language, said they would leave the Ponte Vecchio intact if the Americans would promise not to use it. The promise was held. The bridge was not blown up, and not one American soldier or piece of equipment went across it. We’re such hard bitten people that we need hard bitten proof of things, and this is the most hard bitten fact I know to present to you. The bridge was spared, in a modern, ruthless war, because Beatrice had stood upon it

Robert Johnson
“The Figure of Beatrice in Dante’s Divine Comedy”

Reconsiderando Francia

Los que me conocen de un tiempo, conocen de mi aversión explícita a lo francés: a sus pensadores, a los estilos de pensamiento, a las artes, a la cultura, en fin a todo. Creo -demos gracias a mi suerte no haberlo puesto por escrito- haber dicho algunas frases muy terminantes, absolutas y dichas con todo el tono indudable que acompaña lo anterior, sobre lo terrible de la cultura francesa.

Una de las cosas positivas de las frases terminantes, absolutas, y dichas con total aplomo, es que permiten y facilitan el cambiar de opinión. Y he aquí, entonces, que procedemos a ese cambio.

Hace poco, procediendo a releer algunos de mis libros favoritos, dime cuenta que -de hecho- los dos que estaba releyendo habían sido escritos en francés: Las Memorias de Adriano de Yourcenar y La Peste de Camus. Y no estaría de más recordar que a estas alturas de la vida, mi sociólogo favorito es Bourdieu.

Sería posible el intento de rescatar mi viejo menosprecio indicando que Yourcenar es belga, Camus nació en Argelia, y que Bourdieu no representa el tipico pensador francés. Pero, serían, claro está, respuestas débiles.

Mejor simplemente reconocer el error. Porque además me permite comentar un rasgo común tanto a Las Memorias como a La Peste, y que puede quizás considerarse francés: la combinación de una gran lucidez con un rechazo deliberado a caer en la desesperación. Y en ello he de reconocer que me agrada la postura. En otras palabras, que siendo nuestro destino semejante al de Sísifo, no es ese motivo suficiente para quedar aprisionado en la angustia, que se puede tomar la decisión, que vale la pena tomar la decisión, de seguir y continuar.

Hay muchos párrafos de La Peste reflejan esa actitud. Pero me acuerdo del momento en que Tarrou le comunica a Rieux la decisión de formar equipos de voluntarios de sanidad. Una decisión que ninguno acierta a defender con toda claridad, con ideas irrefutables, pero en ambos el sentimiento de que eso es lo que hay que hacer, lo que corresponde hacer, es más poderoso.

Después que Tarrou le dice a Rieux que cree que hay que formar esos equipos y que se ofrece a ello, este le pregunta si lo ha reflexionado bien. Entre medio de la conversación tiene lugar este intercambio:

– ¿Después de todo?- dijo suavemente Tarrou.
– Después de todo… -repitió el doctor y titubeó nuevamente mirando a
Tarrou con atención-, ésta es una cosa que un hombre como usted puede
comprender. ¿No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la
muerte, que acaso es mejor para Dios que no crea uno en Él y que luche con todas
sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está
callado?
– Sí -asintió Tarrou-, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted
serán siempre provisionales, eso es todo
Rieux pareció ponerse sombrío
– Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar
– No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe ser esta
peste para usted.
– Sí -dijo Rieux-, una interminable derrota.

Luego de ello, proceden a formar los equipos.

Animula, Vagula, Blandula

Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.

Animula, Vagula, Blandula son las palabras iniciales de las Memorias de Adriano, el incipit de un poema atribuido al emperador, que parafrasea el último párrafo del libro, que citamos al inicio de este post.

¿A qué viene la cita, aparte de recordar que Yourcenar escribió uno de los mejores libros posibles (*)? A recordarme una de las notas de la misma Yourcenar sobre el libro, una frase de Proust si mal no me acuerdo: Que entre la muerte de los dioses y el nacimiento del cristianismo hubo un período en que sólo estuvo el hombre. Y que la intención al escribir el libro fue mostrar ese momento.

Y entonces determiné cuál debiera ser la primera parte a escribir del proyecto (que lento y todo avanza) de historia de las sociedades debiera ser una historia de ese período. Dado que el proyecto es todo lo sin mesura que se puede, y luego se puede ser todo lo pretencioso que se quiera, ubicarme entre Tácito y Gibbon: O sea, contar la historia de Roma entre el final de los relatos de Tácito (desde Vespasiano o Nerva dependiendo de si cuento desde lo que Tácito escribió o lo que sobrevivió) hasta Marco Aurelio. Y quizás, para marcar mejor la intención -ya dije que no tenía ninguna mesura, proporción o humildad-, contar una historia narrativa. Digo, para seguir en los pasos de los autores citados (**)

(*) ¿Exageración? Y claro que lo es, pero toda forma de admiración es, si uno quisiera ver las cosas objetivamente, una forma de exageración. No por ello habría que abandonar la admiración.
(**) En todo caso, Amiano Marcelino ya fue todo lo desmesurado y pretencioso al escribir su historia a partir de lo que dejó Tácito. Y claro está, a pesar que -como claramente será mi suerte- quedar debajo del modelo, de todas formas dejó una de las mejores historias sobre el Bajo Imperio que tenemos en nuestras manos. La última historia pagana, heredera del espíritu del que hablamos, escrita en Roma.