Estaba leyendo las Máximas (1665) de La Rochefoucauld, texto célebre en la escuela de detrás de toda virtud hay algo que no es virtuoso: el amor propio, el interés. La amistad comúnmente es falsa, toda buena acción no es más que mera apariencia y detrás de todo siempre hay otra cosa Por dar un ejemplo cualquiera
Ce que les hommes ont nommé amitié n’est qu’une société, qu’un ménagement réciproque d’intérêts, et qu’un échange de bons offices, ce n’est enfin qu’un commerce òu l’amour-propre se propose toujours quelque chose à gagner (Máxima 83)
Nosotros quizás podríamos no ver tan negativamente una concepción de la amistad como intercambio de ‘buenos oficios’ y la reciprocidad casi puede ser pensada como una norma; pero la intención del texto es otra: Desenmascarar la amistad y mostrar que ahí, al final, lo que hay es egoísmo y la preocupación por el amor propio, no hay nada más (la fórmula ‘no es otra cosa que’ aparece dos veces en ese pequeño párrafo, y ello es indicativo). La fama del texto descansa en una firme fundación, está escrito en un estilo impecable y los aforismos son memorables.
En mi edición (Les Classiques de Poche) hay una larga introducción sobre la época de La Rochefoucauld, y el editor (Jean Rohou) deja en claro que ellas están insertas en el carácter de una época, en la cual el pesimismo se había extendido de manera profusa y donde las grandes esperanzas humanistas de la generación anterior se habían visto truncadas. La Rochefoucauld, en ese sentido, expresa una de las variantes de ese pesimismo.
Lo que muestra el editor en la introducción además es que ese paso del optimismo al pesimismo (y en la cultura occidental bien cabe recordar que las fases optimistas son humanistas) se debe a una derrota política. La derrota de La Fronda aqueja directamente a La Rochefoucauld, pero más en general el triunfo del absolutismo y el carácter de la corte que se engendra ahí cortaron los sueños existentes. En ese ambiente es que se expandió el cinicismo que las Máximas de La Rochefoucauld representan de manera tan espléndida.
Uno puede notar que la misma dinámica se ha visto en décadas recientes: Tras la derrota de las esperanzas revolucionarias, el optimismo progresista es reemplazado -en esos mismos ambientes- por una lectura más bien pesimista de las cosas: Nuestra verdad resultó que no era verdad, pues entonces no hay verdad. No cabe esperar mucho del mundo, que es siempre más bien un desastre, así que la realidad existente es la realidad que siempre será.
Además ese cinismo irónico que no cree ni en la verdad, el bien o la belleza se presenta a sí mismo como muestra de lucidez (y hace ello a mediados del siglo XVII y a finales del XX/principios del XXI). Frente a la naïvete de la generación anterior, que creía en cosas equivocadas, ahora sabemos que no vale la pena creer en nada y miraremos desde arriba a todos aquellos simplistas que creían en cosas.
El título de esta entrada debiera dejar en claro que no creo que ello represente lucidez. El hecho que se obtenga como conclusión de una derrota histórica, del hecho que un proyecto no funcionara, la conclusión que se obtiene es la imposibilidad de lograr cualquier fin positivo no parece ser, a decir verdad, muestra de lucidez alguna. Suena, más bien, a una exageración y una falta de entereza frente al mundo. Si la perfección no es posible luego nada bueno lo es (o todo lo bueno es falso) no es una conclusión sensata. Ni tampoco nace de una mirada sin falsas ilusiones al mundo, es lo que nace de quién solo puede traficar en ilusiones para poder enfrentarse al mundo.
El caso es que en el mundo existe tanto el mal como el bien. Y actuar con entereza en el mundo requiere reconocer al mismo tiempo que la perfección no existe, ni es alcanzable, pero no por ello el mundo es pura negatividad y simplemente aceptar que es así.
El caso es que en nosotros existe tanto el mal como el bien. Pensar que debido a que nadie es pura virtud entonces la virtud es siempre un engaño no deja de ser una forma de mezquindad. El instinto de sospecha sobre el bien (y su larga existencia en las sociedades occidentales proviene del cristianismo, en particular de su versión agustiniana, que por cierto el editor de Las Máximas al cual refiero, observa su influencia en el siglo XVII francés) no es tanto una forma de penetración mayor de crítico, como tanta interpretación lo quiere, resulta al fin poco fructífero. El que el bien en nosotros no sea permanente no quita que exista y que sus momentos son reales.
Italo Calvino, al fin de las Ciudades Invisibles, nos dice en una frase muy famosa que
“el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquél que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”
La verdadera lucidez es reconocer que no viviendo en el cielo, e incluso pensando que el mundo está ceñido por lo negativo (que la vida es ya un infierno) no todo es infierno; y que cabe una tarea a realizar. El cinismo se revela como una excusa para permitirse no realizar una tarea, simplemente porque ella no alcanza su fin pleno.
Las sociedades modernas, en el campo de la verdad, han alcanzado una posición que es más bien extraña: Aceptar que si bien ella nunca se conoce por completo, tiene el más pleno sentido avanzar en el camino de la investigación (que ello resultaba más bien en una falta de sentido es algo que resulta claro a cualquier lector de La ciencia como vocación de Weber, donde que la ciencia no entrega sentido es uno de los temas constantes). La constante presencia del cinismo como reacción perenne a las derrotas nos muestra que en el campo de los asuntos éticos esa misma posición no se ha alcanzado. Sin embargo, esa voluntad -la que se refleja en la cita de Calvino- más que el mero cinismo y la caída en la facilidad de la ironía, representa, creo, una verdadera lucidez.