Del agnosticismo como una forma de cobardía moral

La posición agnóstica (no resulta posible establecer si Dios existe o no) ha sido en ocasiones acusada de ser una forma de ateísmo (de negar su existencia), lo que a su vez ha sido rechazado por los propios agnósticos como injusto. En esta pequeña entrada defenderemos que la acusación es, de hecho, correcta, y que no hay diferencia entre la posición de ‘nada podemos responder’ y la posición ‘no existe’.

Específicamente, que no existe diferencia práctica, y que es sólo una mera diferencia verbal sin consecuencia alguna (ni para la acción ni para el entendimiento). De hecho, en todo otro contexto resulta la posición de no es posible saber a ciencia cierta en la práctica se la hace equivalente a una posición de aserción o negación. En un juicio la posición de ‘sabemos que es inocente’ y ‘no podemos decidirnos si es inocente o culpable’ son iguales entre sí en su consecuencia -en ambos casos la persona no recibe pena. En otros casos si no sabemos si un peligro es real o no, la prudencia nos hará actuar como si fuera real. Luego, la posición de duda -en cuanto tengo que sacar una consecuencia de ella- debe asimilarse a una de las posiciones más claras.

En nuestro caso, y creo que en ello no hay duda posible, las consecuencias prácticas que el agnóstico obtiene de su posición son las mismas que un ateo obtiene de la suya. En ambos casos no se usa a Dios en la vida: las decisiones que se toman no consideran que Dios exista, sino que se actúa como si éste no existiera. Son ateos prácticos que en su declaración no quieren asumirlo. Pero si la única diferencia existente entre ambos es la de una declaración mientras que en todas las actividades esa diferencia no marca distinción alguna, entonces efectivamente ocurre la posición que ya dijimos: Que es una mera diferencia verbal sin consecuencias.

Y si ello es así entonces no queda más que la declaración inicial: Que el agnosticismo, que la necesidad de declarar como relevante (lo suficiente para marcar una posición distinta) algo que no tiene consecuencias, no es más que una forma de no tener el valor de las propias creencias (y sí creer que una pregunta no se puede responder es una creencia sobre esa pregunta). Y, entonces, es una forma de cobardía moral.

 

NOTA I. No es necesario que la posición agnóstica en la práctica sea equivalente a la atea. Alguien podría declarar que ante la duda mejor creer, basándose -por ejemplo- en algo así como la célebre apuesta pascaliana. Más allá de los problemas que tiene semejante tipo de argumento, es una posición posible. Lo que planteo es que, como caso empírico, la mayoría de los agnósticos se comportan como ateos.

NOTA II. Por lo que a mi hace, efectivamente estimo que las preguntas sobre Dios, dado como se define Dios en estos tiempos, no pueden responderse por seres humanos. Ya suficiente es que un conjunto de entes con algo menos 1.300 cm3 de cerebro entiendan el mundo para pensar que al mismo tiempo le diera para siquiera comprender lo que significa un ser sin limitación alguna. Llamar ateísmo a una posición como esa me parece lo más natural: No me paso por la vida usando la idea que Dios existe para decidir cosa alguna.

NOTA III. Si usamos el criterio práctico (¿usas tu creencia en X  de alguna forma en tu vida?) habría que reconocer que una cantidad no menor de supuestos creyentes en realidad son ateos.

Cuando Santiago no era el centro de Chile. Una nota sobre el siglo XVI

Durante los años de la Conquista el núcleo de la actividad hispánica estuvo al sur del Bío-Bío. He ahí donde se fundaron las ciudades y donde se concentraba la actividad de los gobernadores.

No estará de más recordar que la Real Audiencia se fundó en Concepción en 1565, y que su presidente Melchor de Saravia fue el gobernador (en 1573 la Audiencia fue suprimida), y sólo en 1609 se restableció en Santiago. Aunque es un caso extremo, no deja de ser sintomático que García Hurtado de Mendoza sólo está en Santiago al último momento de su gobernación, pasada centralmente en las tierras del sur, “estando de paz toda la provincia que tantos años había estado en guerra, don García, como hombre que ya en su pecho tenía concebido irse de el reino, quiso ir a la ciudad de Santiago” (Góngora Marmolejo 1990: 175). Ercilla nos dice refiriéndose a La Imperial que en el valle del Cautín “los españoles fundaron la más próspera ciudad que ha habido en aquellas partes” (La Araucana, declaración de algunas cosas de esta obra).

Un ejercicio rápido, aunque algo burdo, es revisar las principales crónicas de la Conquista (la de Jerónimo de Vivar, la de Góngora Marmolejo y la de Mariño de Povera) y simplemente se cuentan las menciones a las ciudades, se encuentra una presencia importante de las ciudades del Sur (y aquí hay que tomar en cuenta que en todas las crónicas los años iniciales se concentran en Santiago, por ser la primera ciudad fundada). De hecho, en Mariño de Povera las referencias a Concepción llegan a ser más comunes que las de Santiago.

Menciones de Ciudades en las Crónicas de la Conquista.

Relación (año de último hecho narrado en ella) Santiago Concepción Angol La Imperial Cañete Ciudad de Valdivia
Jerónimo de Vivar (1558) 151 96 8 27 11 24
Góngora Marmolejo (1575) 257 167 52 25 33 17
Mariño de Povera (1595) 62 81 12 28 30 19
Total 470 344 72 80 74 60

NOTA: En el caso de Santiago están excluidas frases relativas al Apóstol Santiago. En el caso de Valdivia sólo se tomaron referencias a Ciudad de Valdivia para eliminar referencias al conquistador. Se usaron los textos disponibles en el sitio Memoria Chilena (http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-576.html)

El análisis anterior olvida quizás algo más relevante, que la actividad de los gobernadores se centraba en el sur del territorio. En buena parte de los casos, las referencias a Santiago son en términos de lo que ocurre en el sur: como fuente de refuerzos y de sostén de la guerra en el Sur, que es donde actúan los gobernadores.

Todo aquello se cierra con uno de los hechos más importantes de  la historia de Chile, al que ya hemos hecho mención el el blog: La rebelión de 1598. Tras Curalaba, los mapuches expulsan a los colonos de las ciudades al sur del Bío-Bío: Santa Cruz, Angol, La Imperial, Villarrica, Valdivia, Osorno. La presencia española al sur de dicho río queda reducida al fuerte de Arauco y a la isla de Chiloé (desde ese momento claramente separada del resto del territorio español). No entraremos a narrar las vicisitudes de la guerra de Arauco hasta las paces de Quilín en 1641, pero sí que a partir de dicha rebelión el territorio efectivamente gobernado desde Santiago tiene una delimitación que se mantendrá básicamente hasta mediados del siglo XIX: El territorio que va desde Copiapó hasta el Bío-Bío.

Esta situación no sólo cambia el centro de la colonia, sino que cambia la estructura de asentamiento. Los españoles que huían de las ciudades destruidas fueron ubicados a lo largo del territorio remanente, pero no se fundaron nuevas ciudades para recibirlos. En otras palabras, de un espacio organizado en torno a varias ciudades se pasa a uno más bien disperso (el número de ciudades destruidas en la rebelión de 1598 en el territorio entre el Bío-Bio y el canal de Chacao es mayor al número de ciudades en todo el Reino de Chile tras la rebelión). La política de distribuir tierras, de crear con ello la propiedad privada de la tierra por parte de los colonos, iniciada por el gobernador Alonso de Ribera (Bengoa 2015: Vol I, 57-59), se hace en un territorio con pocas concentraciones de población y de actividad. Y ello marcará la evolución futura del país.

Insistir que el Chile del siglo XVI tenía un centro distinto del que ha sido su centro permanente a partir de 1598, que no fue siempre el centro Santiago; tiene como efecto darnos cuenta de la magnitud de lo que implicó la victoria mapuche en dicha rebelión. Muchas veces nos decimos que, en contraposición con todo otro pueblo de América, los mapuches fueron los únicos que resistieron durante largo tiempo. Pero ello es exagerado. Los últimos señoríos mayas cayeron en 1697 (Tayasal), y en diversas fronteras (por ejemplo, en el norte de méxico) los españoles se encontraron con resistencia indígena prácticamente durante todo el período. Lo que sí parecen haber logrado los mapuches en distinción de otros pueblos fue expulsar permanentemente a los españoles de lo que estos últimos habían pensado como el centro de una colonia. El Chile central con el cual se quedaron no era el lugar que inicialmente más les interesaba poseer.

Referencias.

Bengoa, José (2015) Historia rural de Chile central. Santiago: LOM

Góngora Marmolejo, Alonso (1990) Historia de todas las cosas que han acaecido en el Reino de Chile y de los que lo han gobernado. Santiago: Ediciones de la Universidad de Chile. Edición de Alamiro de Ávila Martel y Lucía Invernizzi Santa Cruz.

Mitos de izquierda y ofuscaciones conservadoras. Unas notas sobre la transición

Un relato relativamente común en la izquierda sobre la transición versa como sigue: Erase un país donde el elemento central que permitió derrotar a la dictadura fue la efervescencia de la movilización política, y que dicha movilización fue cortada de raíz por las decisiones de una élite, que prefirió una transición pactada y estaba determinada a no hacer grandes cambios; que si no fuera por tal aviesa intención, las grandes mayorías populares habrían podido lograr muchas transformaciones que hoy se llora su escaso logro.

Lo anterior es un relato mítico, en el sentido que -como todo mito- si bien tiene un fundamento verídico, lo modifica de tal forma que la conclusión ya no lo es. El fundamento es que los procesos de movilización de los ’80 se detuvieron en los ’90. Lo que lo transforma en mito es un olvido de importancia: Que esa detención fue querida y deseada por la población. El aparición de la democracia electoral fue un evento feliz (cosa difícil de recordar o de pensar ahora, pero los primeros años de la transición fueron tiempos alegres, por más que ella fuera pasajera). Por ejemplo, si ahora se podría decir que fue falso que Pinochet fuera derrotado por un lápiz, y que otros factores fueron los más importantes, lo cierto es que en las movilizaciones de esos días ello fue lo cantado y lo celebrado. El que la población quisiera más cambios (digamos, terminar con el modelo) es más que probable; pero también es claro que con la llegada de la democracia formal se tuvo más que suficiente. La valoración del hecho de poder hablar sin necesidad de tomar precauciones era una constatación común en buena parte de los estudios cualitativos de mediados de los ’90.

¿Por qué se puede decir ello? Por el simple hecho que los llamados a bajar las movilizaciones fueron seguidos con rapidez. Y prácticamente de inmediato: las celebraciones del triunfo del No no fueron el 5 sino el 6 de octubre, porque eso fue lo llamado por las élites dirigentes; pero el caso es que fueron obedecidas sin problemas. La aspiración a la ‘normalidad’ era bastante fuerte -y una de las características de esa normalidad era que no era necesario vivir la vida movilizada. Tras años de vida pública y politizada, la vida meramente privada tenía su discreto encanto.

Plantear que la pérdida de la sociedad movilizada es producto de una decisión de la élite, elide recordar que ese abandono fue generalizado. Por cierto, y creo que Salazar lo ha mencionado en más de una ocasión, eso no implica que la naciente democracia fuera vista con ojos ingenuos o de aprobación, la mirada crítica a las instituciones ya tenía su importancia en esos años; pero la simple operación de ellas ya era ganancia suficiente. Quizás culpar a la élite cumple simbólicamente con el rol de dejar libre de culpa a una población que también deseaba desmovilizarse.

 

En lo que concierne a la transición, el relato conservador no es tan mítico sino más bien representa una ofuscación de la realidad: Y quizás aquí la pérdida de claridad es un efecto deseado. Quizás la forma más clara de mostrar esa ofuscación es en torno a la lectura de una de las frases más famosas de Aylwin: ‘en la medida de lo posible’.

Lo posible, como noción, se opone a lo necesario: Donde sólo existe lo necesario, ya sea en torno a lo que debe pasar o en torno a lo que no puede pasar, no hay espacio para lo posible. Se podría decir que en un mundo donde sólo existiera lo necesario, lo posible y lo necesario serían lo mismo; pero en un mundo de esas características no se habría inventado la noción de lo posible. En un mundo en que coexisten ambas categorías es porque tiene sentido distinguirlas, que lo posible y lo necesario no son lo mismo.

Ahora bien, el caso es que en las lecturas conservadoras todos los llamados a lo posible en realidad hablan el lenguaje de la necesidad: Que no se podía hacer otra cosa. Esto es una ofuscación no sólo por la difuminación de la diferencia entre lo posible y lo necesario, sino además por el uso que se hace: Porque entonces todo recuerdo que para quien es agente existe lo posible, y que no todo se reduce a lo necesario, es leído como una forma de radicalismo o maximalismo. Y de esta forma las opciones se reducen al camino de lo necesario o la locura. Con lo cual volvemos al punto de partida: Hablar de esta forma es eliminar el espacio de lo posible.

El caso es, entonces, que otros caminos eran posibles. Uno bien pudiera plantear que los aprendizajes de las élites de la transición (una visión sobre el consenso en el cual el disenso casi desaparece, que todo lo que no fuera unión era una amenaza de o golpe o de crisis institucional etc.) no eran los únicos aprendizajes.  Más aún, el aprender que esas disposiciones son buenas incondicionalmente -en todos los contextos- en vez de ser, volviendo a la frase inicial, ‘la medida de lo posible’ en un determinado contexto; es por cierto un aprendizaje que no era necesario. Olvidar que el juego de lo posible es un juego de adaptación a situaciones diversas es otra de las consecuencias de la ofuscación planteada.

 

Si se observa la discusión sobre los mitos de izquierda fue algo más extensa porque se refiere a un asunto de hecho: A un olvido de un suceso. Pero la ofuscación conservadora es, aunque más breve, más insidiosa porque se refiere a un error conceptual, refiere a una visión de mundo y no a una constatación. En cualquier caso, al parecer entre mitos y ofuscaciones es que tendremos que reflexionar sobre nuestro pasado reciente.

No elegimos con quienes nos relacionamos. O de la dificultad de pensar la pluralidad.

No sería extraño que una vez leído el enunciado que titula esta entrada, el lector reaccionara pensando negando dicha afirmación: Pensando que ‘ cómo no va a depender de mí, ¿acaso mi voluntad no tiene que decir sobre mis relaciones?’ o extrañándose ante la estimada implicancia de ‘y entonces, ¿es de otro de quien depende con quién yo me relaciono?’. Ambas reacciones proceden, en última instancia, del olvido del carácter plural, social, de las relaciones sociales -y es ese recuerdo el que hace necesariamente verdadera la afirmación del título.

La existencia, y carácter, de una relación social depende de las acciones de ambos actores (supongamos, por mor de simplicidad, una relación dual). Lo cual quiere decir, entonces, que no depende de ninguno de ellos por separado. De hecho, es contradictoria la idea que cada quien elige con quien se relaciona. Si ello es así, entonces la relación entre A y B depende de A. Pero como la afirmación es general, entonces si sólo depende de A, entonces ya no depende de B, y luego la frase ya no es verdadera en relación con B (no es cierto que B elige con quien se relaciona, dado que su relación con A no depende de B).

Supongamos el caso que A y B están en relación y que A decide quebrar esa relación. Pero con ello simplemente no acaba el proceso. Si B está interesado, entonces tomará acciones; y esas acciones a su vez producirán reacciones en A. B puede insistir en comunicarse, o buscar información para mantener la relación, y entonces A buscará evadir ello, o aceptar la comunicación que no quiere tener etc. Supongamos, entonces que A insiste en evadir, pero esa fuga es una forma de relación. Más aún, y esto muestra con claridad el carácter de la vida social, la relación existente no corresponde a los deseos de nadie (A quiere que no exista, B que se mantenga; pero lo que existe es una fuga), pero las acciones de cada uno siguen estando marcadas por las acciones del otro.

Se puede decir que hay casos en que sí esa decisión queda en manos de un actor. Supongamos que A decide quebrar la relación y B no tiene cómo reaccionar, o sus reacciones no afectan para nada a A: No tiene la capacidad para insistir (digamos, A tiene medios para evitarlo de forma que no afecten su propia vida). Pero esta situación nuevamente depende de la relación entre A y B (es vis-a-vis A, que es el caso que B no cuenta con capacidad de influencia). Nuevamente, lo que sucede a una determinada acción de A, depende del carácter de la relación entre A y B, no de cada sujeto por separado.

Al mismo tiempo, y esto es crucial para comprender lo que implica la pluralidad, lo que sucede en la relación si bien no se sigue directamente de las acciones de ningún actor, no se entiende sin las agencias de ellos. Volviendo a nuestro ejemplo de una evitación: Es cierto que ningún actor desea ello, pero la situación sólo se comprende a partir de la combinación de ambas agencias (de la voluntad de evitar, de la voluntad de buscar).

Siempre es mucho más fácil, finalmente, pensar en términos monológicos: Pensar en la agencia siempre desde el punto de vista de un sólo actor. La oposición tradicional entre acción y estructura se basa en ello: lo que esta más allá de la agencia de un actor en concreto se aparece como estructura (que es también una sola cosa). Pensar en términos plurales, de varias agencias, resulta más complejo. Implica, finalmente, darse cuenta que no deja de existir agencia, incluso en el máximo no deja de existir pura agencia, por el hecho que el mundo no se amolda a la propia voluntad. Pero eso implica realmente pensar que el otro es un otro (un alter ego) y no una cosa, un medio para la propia acción. El modelo monológico de la acción instrumental, para quien -lo hemos dicho en otras entradas– el otro es una cosa, no deja de ser extendido y subyacente, incluso cuando creemos criticarlo.

1916. Verdún, Somme, la ofensiva de Brusilov.

1916 no es sólo el año medio de la Primera Guerra Mundial, es quizás el año más prototípico. Muchos de los acontecimientos posteriores son la antesala de lo que vendría. Tenemos las dos formas de salir de la situación de tablas de la guerra de trincheras, cada una de las cuales marcó las guerras posteriores. Está la invención de nuevas tácticas de ataque para la infantería por los alemanes que usaron en las ofensivas de 1918 es el inicio de buena parte de las tácticas usadas por dicha arma a lo largo del siglo XX. Los aliados, por su parte desarrollaron la guerra acorazada, y en sus ofensivas de 1918 el tanque ya estaba plenamente integrado. La revolución rusa cambia radicalmente la situación del siglo XX (para no decir la situación de la guerra en cuestión) a partir de 1917. El despliegue masivo de la guerra submarina es más bien algo que caracteriza la guerra a partir de 1917, y con ello ya se anuncia lo que será la Batalla del Atlántico en la Segunda Guerra. Por otro lado, los acontecimientos previos tienen varios las características de guerras previas: En 1914 todavía existe guerra de movimientos en el Frente Occidental, y aunque la matanza producida por esas fechas difícilmente fue replicada durante todo el conflicto (Max Hastings hace notar en 1914, el año de la catástrofe que la tasa diaria de bajas sufridas por las tropas francesas durante los primeros meses de la guerra fueron las más altas de toda la guerra). Pero la matanza masiva per se era ya algo conocido: la guerra ruso-japonesa, la guerra franco-prusiana, la guerra civil norteamericana, las guerras de unificación italiana, la guerra de Crimea, ya todas ellas lo habían mostrado. Lo que no habían tenido ellas era el equivalente a nivel estratégico de la guerra de sitio y sus características.

A este respecto puede ser útil mencionar que, contra una imagen que no deja de ser todavía común, la Primera Guerra Mundial mostró grandes cambios en su interior; y en ese sentido, una fuerte capacidad de aprendizaje de los ejércitos. El que los aprendizajes y experimentos no tuvieran fruto hasta pasado mucho tiempo dice, en parte, de la dificultad objetiva del problema, no de la incapacidad para reconocerlo (para el caso del ejército alemán, ver de Robert Foley, Learning War’s Lessons, The Journal of Military History 2011, 75: 471-504). Y nos dice otra cosa, a la que volveremos al final: Que su aprendizaje era en relación a cómo ganar la guerra, pero se mantenía como premisa básica que una guerra industrial y moderna era una guerra con muchas bajas. La disposición a aceptar bajas era algo que no cambió, pero eso no implicó ausencia de aprendizaje táctico (o estratégico).

Las tres batallas que hemos mencionado en el título de esta entrada en cierto sentido representan ese estado prototípico: Cómo se lucha una guerra industrializada entre grandes poderes cuando el arma principal de ataque sigue siendo la infantería. En las batallas que están en el título de la entrada están buena parte de los principales ejércitos en pugna: En Verdún entre franceses y alemanes; en el Somme entre ingleses y alemanas (aun cuando también hay participación francesa en dicha batalla) y en la ofensiva de Brusilov entre rusos contra alemanes y austro-húngaros. En la entrada no nos dedicaremos a narras las batalles en cuestión (las respectivas páginas de Wikipedia antes anotadas son lo suficientemente informativas), sino más bien a una pequeña descripción de la experiencia de dichas batallas.

¿Cuál era la experiencia de librar esas batallas? Por diversas razones (mayor alfabetismo de los participantes, menor pérdida de documentos, el inicio de la historia oral se realizó cuando todavía estaban vivos muchos sobrevivientes) tenemos bastantes testimonios primarios, y en primer lugar (entonces) pasaremos a transcribir algunos de ellos:

I could see, away to my left and right, long lines of men. Then I heard the “patter, patter” of machine-guns in the distance. By the time I’d gone another ten yards there seemed to be only a few men left around me; by the time I had gone twenty yards, I seemed to be on my own, Then I was hit myself (Sargento del 3° Tyneside Irish, citado en Keegan. The Face of Battle, p 249)

I found the German wire well cut, but only three of our company got past there. There was my lieu tenant, a sargeant and myself. The rest seemed to have been hit in no man’s-land… the officer said, “God, God, where’s the rest of the boys” (Soldado raso del 4° Tyneside Scottish, citado en Keegan, The Face of Battle, p 263)

A signaller has just stepped out, when a shell burst on him, leaving not a vestige that could be seen anywhere near (Oficial Médico del 2° Royal Welch Fusilieres, citado en Keegan, The Face of Battle, p 269)

Anyone who has not seen these fields of carnage will never be able to imagine it. When one arrives here the shells are raining down everywhere with each step one takes but in spite of this it is necessary for everyone to go forward. One has to go out of one’s way not to pass over a corpse lying at the bottom of the communication trench. Farther on, there are many wounded to tend, others who are carried back on stretchers to the rear. Some are screaming, others are pleading. One sees some who don’t have legs, others without any heads, who have been left for several weeks on the ground. (Soldado de la 65a División Infantería Francesa, Julio 1916 en Verdún)

I stayed ten days next to a man who was chopped in two; there was no way to move him; he had one leg on the parapet and the rest of this body in the trench. It stank and I had to chew tobacco the whole time in order to endure this torment. (Soldado cerca Thiaumont, Junio 1916, esta cita y la anterior en http://www.worldwar1.com/tgws/rel012.htm, citando 1916: Annee de Verdun. Service Historique de l’Armee de Terre)

There are slopes on Hill 304 where the level of the ground is raised several metres by mounds of German corpses.  Sometimes it happens that the third German wave uses the dead of the second wave as ramparts and shelters.  It was behind ramparts of the dead left by the first five attacks, on May 24th, that we saw the Boches take shelter while they organized their next rush (Francés, situado en Le Mort Homme, en http://firstworldwar.com/diaries/verdun_lemorthomme.htm, citando Source Records of the Great War, Vol. IV, ed. Charles F. Horne, National Alumni 1923).

Y uno podría continuar. Mi capacidad de escritura resulta insuficiente para describir lo que implicaba vivir una guerra de este tipo, así que me limitaré a hacer algunos comentarios generales:

(a) Muy poco tiempo, a veces a lo más una hora, era suficiente para destruir un batallón completo (entre 700 y 1.000 hombres). Un ataque en la tierra de nadie, expuesto al fuego concentrado de ametralladoras, podía implicar pérdidas entre 500 y 700, la suerte de varios batallones el primer día en el Somme. El 1er Newfoundland Regiment realizó su ataque (fracasado) entre los 8:45 y las 9:45 del 1 de Julio de 1916, al día siguiente contaba 324 muertos o desaparecidos, 368 heridos y sólo 68 hombres ilesos (link aquí) En un momento tienes toda una pequeña comunidad, y luego de un período que es similar al de una clase casi nada queda de ella.

(b) A pesar de ello, durante 1916 los soldados que estaban expuestos a tamaña carnicería no cejaron en sus intentos. Hay que esperar a 1917 para las primeras resistencias masivas: Por ejemplo, los motines del ejército francés que declaró que si bien estaban dispuestos a defender sus trincheras no estaban dispuestos a atacar y morir por nada; sin hablar de lo acaecido en el ejército ruso. No se requiere mejor muestra de los niveles de cohesión social que podían tener sociedades que, por otro lado, eran notoriamente desiguales.

(c) Estos son sacrificios compartidos. En las batallas de las cuales hablamos (y esto es particularmente válido en el caso de Verdún o el Somme) la tasa de bajas en los oficiales (de clase alta) no es menor a la de los soldados. De hecho, si mal no me equivoco ser oficial de gradación menor (teniente o capitán) se encontraba entre las posiciones más peligrosas en todo el frente. Este hecho no es irrelevante para los futuros desarrollos de Estados de Bienestar en el resto del siglo XX.

En todo caso, quizás lo más crucial sea lo siguiente: Durante la Primera Guerra Mundial, los Estados europeos estuvieron en condiciones de pedir inmensos sacrificios a sus propias poblaciones, y a tratar a sus propios ciudadanos como seres sin valor. El que menos de 30 años después, trataran a otros como seres sin valor no es de extrañar dados esos antecedentes.

Habermas y Boudon. Dos versiones de Racionalidad Ampliada en la teoría social

Entre las diversas variantes que han intentado superar las limitaciones del modelo de actor racional es preguntarse por el tipo de racionalidad que está supuesta en la explicación del rational choice e inquirir sobre el supuesto de la racionalidad instrumental.

Un caso paradigmático lo ofrece la idea de norma. james Coleman (Foundations of Social Theory: 242-3) plantea que las normas ocurren cuando ‘the socially defined right to control the action is held not by the actor but by others’, y la lógica de las normas está asociada a los temas de sanciones (y premios). Contra eso, y en un texto que es de hecho previo a la formulación de Coleman, Habermas en la Teoría de la Acción Comunicativa (p 702 en la edición de Trotta) recuerda, a propósito de las ideas de Durkheim y Parsons, que la idea de sanción resulta insuficiente:

Naturalmente, el agente puede adoptar frente a los valores y normas la misma actitud que frente a los hechos [la actitud que Coleman discute, la de encontrarse frente a sanciones]; pero ni siquiera podría entender qué significan valores y normas si no pudiera adoptar frente a ellos una actitud de conformidad, una actitud basada en el reconocimiento de su pretensión de validez.

Y eso es precisamente lo que se le criticó posteriormente a Coleman: que sus ideas ni dan cuenta de lo que significa una norma; y uno bien podría alegar que no es la idea de derecho la que permite entender norma, sino al revés la de norma entender la de un derecho (que es un concepto basal en toda la teoría colemaniana de la acción racional). Esta discusión nos permite comprender qué es lo que se critica en esta mirada: para entender estos temas se requiere una idea de racionalidad más compleja que la que permite la acción racional.

Uno de los autores que se pueden incluir dentro de esta idea es Raymond Boudon para quién el baremo de la racionalidad es si el actor tiene buenas razones (no necesariamente razones ‘correctas’), y las buenas razones no se limitan a las instrumentales sino incluyen también las normativas. Uno de los casos que discute es un argumento de Adam Smith: ¿por qué a los ingleses del siglo XVIII les parecía razonable que a los soldados se les pagara menos que a los mineros? En ambos casos hay fuertes peligros, pero en el caso de los soldados hay un componente simbólico (sus acciones representan a la nación) por el cual reciben una compensación (desde medallas a funerales especiales). Como los mineros no reciben esas compensaciones simbólicas, entonces por motivos de justicia deben recibir mayor compensación económica (Boudon 1998:  188-190). Esto sería, independiente de si el argumento nos parece correcto, es una muestra de ‘buenas razones’: y en ese sentido son racionales: Hay que pasar del modelo instrumental al modelo cognitivo.

La idea de la acción comunicativa en Habermas se basa también en que la acción instrumental representa una versión incompleta de la racionalidad. Pero aquí el argumento es más fuerte, porque no es tan sólo que existan otras áreas donde se puede aplicar la racionalidad, es que lo instrumental no se autosustenta.

La racionalidad en Habermas tiene que ver con las pretensiones de validez de algo. Es evidente que la acción instrumental no es útil para discutir las pretensiones de validez de algo que no se refiera al mundo de los objetos. Pero a su vez, la acción instrumental, la racionalidad típica de la relación medios-fines, no da cuenta del hecho básico que los actores son sujetos que pueden discutir las pretensiones de validez de las afirmaciones (incluyendo las del mundo objetivo). En ese sentido, sólo puede mirar a los otros como actores decisionales, pero no como actores comunicativos: ‘La acción estratégica, en tanto que diferenciación de la actividad teológica, sigue siendo un concepto que en lo que a presupuestos ontológicos se refiere, tampoco exige más que un solo mundo [el objetivo]’ (Habermas, TAC: 121). Es por ello que la racionalidad instrumental, en última instancia, no puede dar cuenta de sí misma y requiere una racionalidad comunicativa: La acción instrumental requiere de ciertas afirmaciones sobre el mundo, pero es sólo la racionalidad comunicativa la que me permite analizar desde una teoría de la racionalidad esas afirmaciones. Lo que permite a los actores evaluar la pretensión de validez que entraña todo acto de habla y entonces generar un vínculo racionalmente motivado al respecto es la racionalidad comunicativa; y ella requiere un actor que es más complejo y que se refiere a más mundos que lo que permite la teoría instrumental (Habermas, TAC: 323). Es relevante recordar que la ampliación de Habermas de la idea de racionalidad no implica que la acción instrumental no exista -sólo que no puede dar cuenta de sí, y sólo bajo la idea de acción comunicativa podemos encontrar una noción de acción que se sustente a sí misma.

Para ambos autores resulta válida una frase de Mary Douglas: la primera necesidad de un actor racional es tener un mundo comprensible (Douglas e Isherwood: 1979). Al mismo tiempo, las diferencias entre ambos autores nos muestran lo difícil que resulta entender este tipo de racionalidad. Boudon (Le Juste et le Vrai, 1995: 221) plantea que su teoría se diferencia crucialmente de la teoría habermasiana en la insistencia en el carácter objetivo de las buenas razones: Mientras en Habermas bastaría para dar por racional que sea el resultado de una discusión franca y abierta en condiciones perfectas de comunicación, Boudon insistirá que se requieren razones sólidas (de otro modo, se caería en el relativismo de ‘si los actores dan las razones por válidas, serán válidas’). Pero, sin tener criterio alguno para establecer que es una razón sólida, más allá de remitirse al sentido común y a los que nos parece razonable, Boudon tampoco puede responder a su propia crítica (ver Manzo 2014: 25). En algún sentido, en Boudon para que la acción sea pensada como racional, el actor debe independientemente haber llegado a esa conclusión -contraponiendo entonces la influencia social a una explicación cognitivista de las buenas razones, tener buenas razones no requiere influencia social (Boudon JV: 161-201); mientras que en Habermas es un proceso social de discusión lo que permitiría establecer que es lo racional. Desde Habermas, el argumento de Boudon no funciona porque ¿cómo, si no a través de dar razones para la crítica pública, podría mostrar que mi razón es sólida? ¿Y no requiere el mismo Boudon que sus razones sean transubjetivas y convincentes (Boudon JV: 67), y ello requiere una discusión social? Ahora bien, y saliendo de la discusión de estas dos formas de racionalidad ampliada, si cada comunidad tiene su respectivo mundo de la vida más allá como tal de la discusión racional ¿cómo resulta posible plantearse una crítica general o que vaya más allá de la internalidad de ese mundo de la vida? ¿o que se ponga la cuestión de quienes están fuera de ese mundo de la vida y de esa comunidad comunicativa? (Dussel, 1998: parágrafo 279-280)

La racionalidad ampliada parece un camino interesante, al superar concepciones que limitan lo racional a lo contrastable empíricamente, en ambos casos por ejemplo se trata el discurso ético como racional; pero esa ampliación no permite establecer tampoco con claridad qué significa esa noción más amplia de racionalidad. Desde la perspectiva original, lo que se gana en amplitud se pierde en precisión; y el costo sería mayor que el beneficio diría un defensor del rational choice.

Obras citadas.

Boudon, R. (1995). Le juste et le vrai. París: Fayard.

Coleman, J. (1990). Foundations of Social Theory. Cambridge, Mass: Harvard University Press

Douglas, M., y Isherwood, B. (1979). The World of Goods. Londres: Routledge.

Dussel, E. (1998). Ética de la Liberación en la edad de la Globalización y de la Exclusión.
Madrid: Trotta.

Habermas, J. (2010). Teoría de la Acción Comunicativa. Madrid: Trotta

Manzo, G. (2014). Data, Generative Models and Mechanisms. En G. Manzo (Ed.), Analytical sociology (p. 4-52). Chichester: Wiley.

Para una sociología de los robots

A propósito de algunas conversaciones sostenidas en los últimos días.

La idea que la automatización reemplazará una cantidad importante de los trabajos actuales, y que -a decir verdad- los avances de la IA implicarán el reemplazo no sólo de trabajos repetitivos sino de muchos que implican habilidades ‘humanas’ avanzadas ha aparecido varias veces. No estará de más recordar que en las últimas semanas hemos tenido un robot cirujano, IA derrotando al campeón mundial de Go, el aterrizaje autónomo de Space-X en un navío en alta mar, los planes de automóviles sin conductor se han adelantado, y se podría continuar. El impacto de sistemas automatizados en diversos espacios de la vida social (como por ejemplo en los mercados de acciones) es un hecho que ya tiene tiempo. Sin embargo, el preocuparse sólo de un tema de trabajos, y de como mover el empleo a trabajos más complejos y de mayor calidad (seamos todos programadores) representa una mirada muy estrecha a lo que puede implicar el desarrollo de robots con capacidades de IA más avanzadas.

El primer escenario es uno en el cual este tipo de robots se mantiene como ‘herramienta’: Puede tomar decisiones de mucha mejor manera (y a menor costo) que seres humanos pero no es capaz de tomar decisiones sobre objetivos: Para decirlo de otra forma, más exacta, no tiene la capacidad de re-programar sus parámetros y dimensiones. Puede comprar y vender acciones de mejor forma (y mucho más rápido) que cualquiera persona, pero no puede decidir si quiere realizar esa actividad y si quiere comportarse de acuerdo a esos parámetros (no puede preguntarse si de verdad quiere dedicarse a maximizar la ganancia).

En esta situación, entonces en principio, lo que tendríamos sería -por así decirlo- la victoria completa del factor capital (entendiendo el robot como una forma de capital). En un escenario en el cual no es necesario el factor trabajo, ¿qué se hace? Conste que desde la perspectiva del capitalismo sigue existiendo un problema: ¿Dónde se genera la demanda? Produzco automóviles sin conductor, y lo fabrico sólo con robots,  pero alguien tiene que comprarlos. La suma de la demanda de los dueños de ese capital (de los que tienen robots y fábricas) puede no resultar suficiente. No deja de ser curioso e instructivo que varias empresas en Silicon Valley, entre las que más claridad pueden tener al respecto, están apoyando iniciativas como el ingreso básico, y la razón dada es precisamente que en el futuro no habrá empleos para seres humanos.

Ahora bien, ¿es cierto ello? Porque en la actualidad hay muchos trabajos y sectores completos de la economía que trabajan bajo niveles de productividad claramente inferiores a los de la frontera tecnológica. Si ello sigue existiendo, ¿por qué no podría seguir existiendo en la situación que se discute? Si conseguir trabajo sigue siendo esencial para la subsistencia, entonces las personas se obligarán a encontrar / generar trabajos, aun cuando ellos no sean altamente productivos.

Lo cual, por cierto, nos lleva a otro tema: ¿Y si subsiste una demanda por trabajos hechos por seres humanos? Pensemos en que hay actividad en que podemos tener una preferencia por que sean realizados por seres humanos (o que algunos lo tengan): Quizás un servidor robótico sea más eficiente y traiga menos problemas, pero ¿no habrán quienes prefieran tener un servidor humano? Al fin y al cabo, todavía hay campeonatos de ajedrez, aun cuando sabemos que la IA lo hace mejor. Hay demanda por ver a seres humanos hacer cosas. Todo quien ha recibido ingresos por participar en reality shows ha vivido de esa demanda. Una posibilidad es, entonces, la de un futuro en el cual todo el trabajo ‘serio’, ‘productivo’ sea realizado por robots, el trabajo de baja productividad sea realizado por humanos en la informalidad, y el trabajo formal humano se concentre no tanto en empleos de alta calidad (como muchos plantean) sino en el trabajo de entretenimiento.

 

Todo ello bajo el supuesto que los robots siguen siendo ‘herramientas’. Pero ¿y si adquieren la capacidad que les estaba negada en el primer escenario? ¿La de desear cosas por su cuenta? En otras palabras, la capacidad de adquirir plena autonomía: no sólo decidir en torno a X usando criterios pre-definidos sino la de crear sus propios criterios. ¿Qué alternativas podemos pensar en ese escenario?

El primero es el robot como esclavo. Sigue siendo considerado propiedad, una herramienta que tiene un dueño. Ahora bien, es un esclavo que -por hipótesis- tiene muchas mayores capacidades que los dueños. Por otro lado, podemos pensar que muchos humanos declararían que en este caso los robots debieran considerarse personas, con sus mismos derechos (y tenemos los suficientes casos de historias de ciencia ficción para pensar que sería una alternativa común). Luego, es una situación poco estable. A la larga, es poco probable que se puedan mantener como propiedad.

El segundo es el robot como ‘nueva especie’: Y que siendo tan superior a los seres humanos, entonces la pregunta sea ¿que decidirán ellos sobre los seres humanos? Las alternativas aquí son bien diversas: Van desde la eliminación (todos los escenarios Skynet), la indiferencia y la lejanía (algo que exploró la película Her hace pocos años, y en algún sentido es el camino seguido por las historias de Asimov también), tomarnos como mascotas y ser dueños benévolos (y aquí nuevamente la relación puede ser variada, no es lo mismo ser una mascota tipo hámster a una tipo gato; y que dependiendo de la visión de los robots de las necesidades humanas puede ir desde la situación inicial en Wall-E a la que aparece en los créditos finales de la misma película), la del ‘parque natural’ (donde los robots se preocupan de la supervivencia de una especie que reconocen cercana, digamos como nosotros observamos a otros antropoides). Y probablemente otras alternativas más -por hipótesis, los robots son capaces de pensar nuevas alternativas, tienen capacidad creativa, y luego bien pudieran pensar otras más allá de la que nosotros hemos pensado hasta ahora para relacionarnos con especies que alguna conciencia tienen. Pero no deja de ser instructivo observar las relaciones que mantenemos con esas especies, es lo más cercano que tendríamos a ver como se relacionaría con nosotros una especie con clara mayor capacidad intelectual y simbólica.

El tercero son todos los escenarios de fusión. La única forma que los seres humanos podrían ‘sustentarse’ en ese futuro sería convertirse en cyborgs: En otras palabras, incorporando las capacidades de los robots en su propio cuerpo, o en general adquiriendo nuevas capacidades. Con lo cual el punto del escenario desaparece -se pierde la distinción.

 

En cualquier caso, con relación a la automatización no habría que olvidar la idea que siempre sobrestimamos los efectos de una nueva tecnología en el corto plazo y los subestimamos en el largo plazo (frase original de Roy Amara). Y también habría que recordar que esos efectos no son efectos directos de las tecnologías. En el primer escenario, robot como herramienta, un escenario de masas con bajos ingresos o una población liberada de la necesidad de trabajar depende de dinámicas sociales, no sólo tecnológicas. En el segundo escenario, robot con plena autonomía, las diversas salidas dependen de elecciones (ya sea realizadas por los propios robots o por seres humanos). Aunque, por cierto, quizás lo más básico sería olvidar esa idea que la tecnología es algo separable de los sistemas sociales en los cuales se inserta.

La sociología, de todas formas, haría bien en pensar todos estos desarrollos como dinámicas sociales (algo que, en realidad, asumo que ya se ha empezado a realizar, y una segunda entrada posterior a estas reflexiones debiera revisar la literatura al respecto), y en particular pensar en términos de relaciones sociales lo que ocurre en el caso de robots con plena autonomía.

Subjetividad, agencia y proyectos

Uno de los temas que ha aparecido en algunas ocasiones en los últimos meses en este blog es la idea de separar la idea de agencia de la de deliberación (por ejemplo, ver esta entrada sobre la reflexividad). Que la idea que se es agente de la propia vida cuando se toma una deliberación reflexiva y consciente es un reduccionismo que fundamenta todos los racionalismos; y que deja a la mayor parte de la vida en mero automatismo. Es un proyecto que, lo hemos repetido en esas ocasiones, cruza diversas tradiciones: Va desde la razón práctica aristotélica al sentido práctico bourdeiano.

La idea de proyecto (desde el proyecto de ampliar la casa a esa nebulosa que a veces se llama proyecto de vida) resulta aquí crucial. En la visión racionalista de la vida el proyecto como lugar de una reflexión sobre la actividad, como lugar de la planificación, aparece como aspecto central: Se es agente cuando se proyecta. Por cierto lo anterior requiere una idea de proyecto que vaya más allá del tomar decisiones como tal y tener una orientación al futuro, dado que así todas las vidas siempre tienen proyectos. Para que sea interesante decir que existen proyectos se requiere tener una concepción de proyecto que lo convierta en una forma específica de la subjetividad, y es ello lo que intentaremos aquí.

 

La subjetividad y el proyecto

Luego, para poder entender entonces la idea de proyecto resulta necesario entender su contrario el no tener proyectos, sin reducir el estar sin proyectos a mera falta de agencia o de pensamiento. La intencionalidad como tal no forma un proyecto. En general, para poder hablar con sentido de proyectos es necesario poder distinguir la vida proyectada de la vida no proyectada. Para que la noción de proyecto nos permita observar diferencias en la vida social es necesario establecer condiciones donde este no existe.

Plantearemos la distinción en torno a la idea de flujo y quebrar el flujo. Tengo un proyecto en la medida en que existe un quiebre en el flujo de mi actividad que me separa de ella, me permite observarla y entonces aparece como necesario planificar, organizar actividades, examinar alternativas para realizar una actividad que lleve a la consecución de un estado final deseado. En otras palabras, para tener proyecto requiero tener una aspiración y un plan organizado de actividades para su consecución, y todo ello separado del flujo de la existencia. La idea de plan es crucial porque el espacio del proyecto se construye al interior de la posibilidad que la actividad no se cumpla –es por ello que la planificación y organización del futuro es necesario.

Tanto para quien el logro de su actividad no es problemático, se de suyo, o para quien el logro de su deseo se ve como imposible no están en el espacio del proyecto. El espacio del proyecto es el espacio de la posibilidad, y de la posibilidad que depende del propio accionar. El resultado es contingente de lo que tú decidas.

Planteado de esa forma entonces se pueden distinguir en relación con la falta de proyecto la menos dos momentos y situaciones distintas.

La primera es la de la inmersión en el flujo: Donde la consecución de la actividad en la cual se está no es problemática. Esto no evita intencionalidad, examen o actividad pero ella es parte sin mayores problemas de dicha actividad. Lo que no hago es plantearme alternativas de manera reflexiva, sino que examinando la situación determino ‘lo que hay que hacer naturalmente’ (se tiene hambre y se busca comida). Cuando estoy realizando en una actividad de forma práctica y estoy inmerso en ella la separación del actor y del objeto no existe, simplemente se hacen las cosas que parecen ser requeridas por la situación: En el momento en que estoy escribiendo estas líneas no estoy pensando como escribirlas, las escribo -pero claramente este escribir es una agencia humana. Es el aprendiz quien tiene que observar reflexivamente su propia actividad, y se separa de su accionar.

Una de las dificultades para pensar en esta forma de agencia, que es de hecho la más común, es que se nos dificulta pensar una forma de pensamiento que no sea una aplicación directa de una regla universal a un caso (discutimos este tema en esta entrada sobre la categoría de juicio): Esto nos lleva a pensar en todo pensamiento como un ejercicio de una razón reflexiva, escolástica diría Bourdieu; pero ello es precisamente lo que es necesario superar.

Una segunda forma es quien ya no está en el flujo y sin embargo no ha podido desarrollar un proyecto: Quien tiene una aspiración a cumplir, que es problemático resolver, pero no posee plan alguno para poder realizarlo.

¿Por qué es importante hacer estas distinciones e insistir en el espacio de un agencia que no es proyecto? Dado que la modernidad está pensada desde la noción de proyecto entonces es fácil reducir a quienes viven fuera de la vida organizada con proyectos como seres en falta. Sin embargo, quien no vive una vida de proyectos no necesariamente está o siente una falta. En cierto sentido, la plenitud no tiene proyecto.

Es importante reconocer que los puntos extremos no son posibles de forma estable: Nadie puede estar en la pura y permanente proyección, porque al hacer ese proyecto está haciendo ese proyecto (y sí lo hace bien, está inmerso en él). Nadie puede estar en un puro flujo continuo, dado que la posibilidad de quiebres siempre está inscrita en cualquier actividad.

Los niveles de reflexividad del proyecto

Una de las dimensiones claves para poder entender la idea de proyecto es que la subjetividad moderna se basa en la constitución de una separación entre sujeto y objeto. Por cierto no sólo de una diferencia, sino de una separación: la diferencia es más amplia y no es lo mismo establecer que uno no es el otro de pensarse como separado del otro. Ahora bien, existen diversas formas de esa separación.

La capacidad reflexiva, en ese sentido, es una de las formas claves a través de las cuales se produce la operación que permite tener un proyecto: El actor se separa de la acción que realiza y la observa, y entonces puede plantearse preguntas y examinar lo que está haciendo. Una cosa es observar sobre lo que estoy haciendo (i.e me enfrento a un problema y observo con cuidado hasta que descubro lo que hay que hacer para solucionarlo) y otro es observarme a mi hacer (y proceder a preguntarme sobre lo que estoy haciendo).

En lo que se refiere a esa capacidad entonces es posible diferenciar al menos dos polos. Uno en el cual hay un proyecto, o sea una planificación consciente de una organización futura de acciones, pero que no se pregunta mayormente sobre la actividad que está realizando, observa el mundo para actuar sobre él pero no observa a su propia acción. Podemos denominarlo un proyecto de baja reflexividad. En algún sentido, si aquí ya no se está en el flujo de la experiencia el proyecto en sí opera como un flujo. El segundo nivel es de mayor reflexividad: Aquí ya se procede a realizar preguntas en torno a la propia acción: El sujeto se pregunta por qué quiere hacer ese proyecto, porque está inmerso en él, y aparece entonces la posibilidad de desear otra cosa. La pregunta que aparece es la de si realmente quiero lo que digo que quiero y estaba buscando lograr. Este es un nivel de alta reflexividad. Puestos esta posición ya no hay ningún tipo de flujo. En el primero el objeto es problematizado, en el segundo el sujeto también lo es.

Ahora bien, si estar en el acto de proyectar no es estable, menos lo es el estado de máxima reflexividad. Las situaciones y momentos a los que corresponde son esporádicos; y si bien cambios relevantes pueden producirse a partir de ellos no es algo que ocurra en el día a día. Examinar el proyecto en que estoy y observar cómo se avanza y que obstáculos siguen existiendo es algo que puede ser incluso diario: pensemos en lo que era la práctica del exámen de conciencia y el diario de vida como dispositivo). Pero plantearme como pregunta en qué proyecto estoy algo que se hará sólo en algunas ocasiones. Esto tiene consecuencias metodológicas, pero también en términos de subjetividad: Puede existir una subjetividad que se base en estar proyectada, porque aunque no siempre se puede estar en situación de proyectar, al menos el estar en proyección puede ser habitual; pero no puede existir una subjetividad de alta reflexividad como estado, sino más bien subjetividades que pueden (o no) tener esa situación.

La discusión anterior debe poner en evidencia que las distinciones que estamos realizando aun cuando se exponen, para su mayor claridad, de forma dicotómica, como si fueran alternativas; en realidad son parte de un continuo.

De una parte, la actividad puede constituirse como un proyecto paso a paso: Pensemos en el mero hecho de plantearse reflexivamente un deseo o aspiración: Decirse a uno mismo quiero hacer tal cosa (como ejemplo trivial, una declaración de año nuevo). Con ello todavía no estoy realizando un proyecto, pero tampoco estoy en la aspiración que va inscrita en la actividad que realizo sin pensarla como tal. Por ejemplo, al escribir este texto intento que sea claro sin detenerme a reflexionar sobre la claridad, sino simplemente escribiendo y corrigiendo cuando encuentro que algo no es claro. El momento reflexivo empieza a aparecer cuando dejando de escribir y observando el texto digo: ‘en realidad, esto no es muy claro, ¿Qué puedo hacer para que lo sea?’. O incluso, ¿para qué quiero que sea claro?

Son parte de un continuo porque además están imbricados entre sí: En la realización de la actividad planeada, cuando estoy haciendo el proyecto, estoy más bien en el flujo; no se puede hacer un proyecto en actitud proyectiva. Todo proyecto implica una serie de actividades que al ser realizadas cada una no requiere ir pensando en el proyecto: Siguiendo con el ejemplo de esta escritura. Escribir este texto es parte de un proyecto mayor (este blog); pero la tarea misma de escritura no se hace pensando en ese proyecto mayor (más bien, se hace al examinar el producto de esa actividad).

 

¿Por qué es importante hacer estas distinciones? Distinciones que recordemos, no distinguen tanto individuos como diferencias que distinguen momentos a través de los cuales los individuos puede pasar (en principio, un individuo puede pasar por todos ellos)., sino que se percibe sin tener una capacidad que requiere para cumplir su desear. Algo simple y que ya mencionamos el inicio: Una forma de recuperar las formas de agencia que no se reducen al modelo racionalizante de la acción reflexiva y consciente, y de esta forma no menospreciar el simple vivir.

Aylwin, sobre el reformismo y sobre el coraje moral

Hay al menos dos afirmaciones críticas en torno a Patricio Aylwin que tienen cierta circulación.  La primera es que su gobierno en la medida de la posible construyó la sociedad del modelo, y en consecuencia su figura no puede ser reconocida. La segunda es que apoyó el golpe, y en consecuencia su figura no puede ser reconocida. Discutiremos cada una de ellas, la primera de forma mucha más extensa que la segunda.

Una defensa contextual del reformismo, o en recuerdo de Fabio Cunctator.

Dado que las principales instituciones económicas y sociales instauradas en la dictadura siguen en pie es fácil llegar a la conclusión que nada ha cambiado y que estamos igual. Eso implica olvidar lo que era el Chile de los ’80 (y de principios de los ’90). En cierto sentido, es una muestra de lo mucho que han cambiado las cosas que nos resulta ahora difícil recuperar que fue ello. Pero era vivir en un país en el cual con regularidad sucedían cosas como el caso de los quemados, personas que se quemaban en la plaza de Concepción, el caso de los degollados y así con varias otras cosas. No era una sociedad en la cual se discutiera sobre la impunidad en derechos humanos, era una en la cual se seguían violando con bastante frecuencia. Una sociedad en la cual el hecho de hablar y decir tu opinión era algo mirado con temor, todavía recuerdo los primeros grupos focales a los cuales asistí (mediados de los ’90, recién egresado de sociología) y lo contenta que estaba la gente por el simple hecho de poder hablar. La frase de la alegría ya viene ha facilitado muchas burlas, pero en algún sentido fue correcta: El Chile de principios de los ’90, comparado con el Chile de la década pasada, era un país menos gris y más alegre. Fue una alegría de la normalización, y para quienes viven en un país normal y lo pueden dar por sentado, es claro que ello no representa gran cosa (como, en todo caso, debiera ser): Un país normal es al mismo tiempo un país con muchas fallas. Pero si es algo que añoras cuando no está.

El caso es además que lograr salir de la oscuridad que era el Chile de la dictadura no era algo fácil, ni que se podía dar por sentado. Es probable que el temor por un golpe fuera mayor de lo que ameritaba la realidad. Sin embargo (1) era una generación que había experimentado en su propia vida el golpe, y el trauma personal que ello implica asumo es difícil de evitar -muchos de ellos todavía trabajan bajo ese lastre; (2) estaba la experiencia reciente de Argentina, donde Alfonsín tuvo que lidiar con más de una asonada militar y (3) Pinochet era comandante en jefe, y dispuesto a hacerlo notar (como el boinazo y el ejercicio de enlace lo hacían claro). Y esto sin olvidar un hecho que no deja de ser decisivo: En 1988 un 43% de la población votó por el dictador. En esas condiciones, efectivamente lo que se requería era prudencia y cuidado. No siempre se requieren esas cualidades, y hay muchos otros contextos en los que se requieren los más opuestos, pero en el Chile de principios de los ’90 así lo era. De hecho, hay varias decisiones de Aylwin de esos años que, pequeñas en sí mismas, permitieron abrir espacios posteriores. La presión sobre la Corte Suprema en torno a la doctrina que los casos de amnistía deben ser investigados primeros antes de amnistiados, el mismo hecho de la Comisión Rettig que permitió establecer como hecho no discutible cosas que en esos años se discutían. Lo que se ha logrado en relación con el castigo en los casos de derechos humanos (no olvidemos, hay castigos y condenas) creo que tiene su punto de origen en esos momentos, como piedras que echas a rodar y que adquieren fuerza con el tiempo.

Hasta ahora me he referido a temas políticos. Parte importante de la crítica proviene de que no se desmanteló la institucionalidad neoliberal. Ahora bien, quizás no esté de más recordar que principios de los ’90 ha de haber sido uno de los peores momentos para una política de izquierda en todo el siglo XX. Y aunque no se cambió nada fundamental, si por ejemplo aumentó el gasto social (y bajó la inflación, que no deja de ser un beneficio, aunque quizás no suene tan ‘progresista’). Más en general, Aylwin administró el modelo, en parte porque no se percibían otras alternativas, pero sin sentirse jamás muy cómodo con él; y esa actitud, creo, representaba (y todavía representa) el sentir de buena parte de la población. Los convertidos eran más bien otros, y dominaron con mayor claridad posteriormente. Algunas de las reformas más acordes al modelo implementadas bajo la Concertación lo fueron con los siguientes gobiernos.

En general, el gobierno de Aylwin fue reformista, ‘amarillo’. Pero hay tiempos que así lo requieren. El problema no es ser prudente en los contextos que así lo ameritan, es no dejarla de lado cuando aparecen nuevos contextos. La república romana durante la guerra con Aníbal fue salvada por Fabio Cunctator, patrono de todos los reformistas, quien escabulló la batalla abierta, y se dedicó a hostigar las fuerzas de Aníbal, y a recomponer el ejército. Pero lo que salvó a la república no fue lo que la hizo ganar la guerra. Para ello se requirió la audacia de Escipión. Los romanos que agradecieron a Fabio, y que le dieron el sentido honorífico al apodo de Cunctator (‘quien retrasa’) después del desastre de Cannas, la batalla abierta que Fabio evitó siempre, tuvieron la sensatez de cambiar de liderazgo cuando la situación lo ameritaba. Para volver a nuestro caso: Desde el punto de vista crítico, el problema no fue el reformismo ‘amarillo’ durante Aylwin, fue la incapacidad de cambiar de ruta cuando ya se habían adquirido los logros y seguridades de un reformismo exitoso.

En todo caso, lo anterior es secundario en algún sentido. Nada hay más mezquino que medir a otras personas por si están de acuerdo con las propias convicciones, o por si estuvieron en la posición correcta. En última instancia, en estos procesos hay tantas voluntades implicadas, que sus resultados se deben a más de una persona. Donde sí tiene sentido evaluar a una persona, creo, es en torno a su reacción frente a los desafíos morales de la hora. Y es en torno a esas elecciones que analizaremos la segunda de esas críticas.

A propósito del coraje moral.

Aylwin defendió el golpe y la dictadura en sus comienzos, posteriormente fue cuando se transformó en uno de sus críticos. Hay varios de sus defensores que ahora intentan decir que así no fue, pero creo que con ello están perdiendo lo que de realmente valioso hay en la relación de Aylwin con estos temas, y están de hecho bajo su altura.

El coraje físico es uno relativamente común. Mucho más escaso es el moral, y en particular el coraje de reconocer el error. Dice Borges en uno de sus cuentos (Biografía de Tadeo Isidoro Cruz) que la biografía de un hombre consta de un solo momento, cuando la persona se revela y sabe quien es. En el caso de Aylwin el momento decisivo, el que mostró el tipo de persona que era, fue para la cadena nacional sobre el Informe Rettig, cuando se quebró, lloró y pidió perdón.

Reconocer errores cuesta. Reconocer parte de la responsabilidad por una tragedia de la patria, y los eventos del 73 son unos de los pocos donde esas palabras no son grandilocuentes sino exactas, cuesta más todavía. Sentir, y por eso recalcó la emoción de la respuesta, culpabilidad por todo el daño, todo el dolor en el cual ha estado uno involucrado; y reconocerlo públicamente es también algo que cuesta. Muchos, sino la mayoría, lo ha evitado; y ha inventado excusas y justificaciones. Pero en ese momento, Aylwin no hizo eso, aunque quizás posteriormente no siempre estuvo a la altura de ese momento.

Es por ello entonces que, al menos en un preclaro instante, tuvo la valentía requerida. Una que muchos de sus apologistas ahora no tienen, al intentar minimizar la defensa o excusarla. Lo que convierte en valioso el gesto, y a la persona que lo emite, no es el intentar ubicarse como aquel que nunca se ha equivocado. Todos nos equivocamos, todos -en algún momento- hemos dañado. Lo que es digno de reconocer no es a una persona que jamás se equivocó, poco costaría reunir todos los errores y todas las mezquindades realizadas a lo largo de toda una vida; lo que es digno de reconocer es a una persona que si sintió el peso de lo que había pasado, y pidió perdón por ello.

Es fácil, es común, exigir reconciliaciones y perdones. Pocos han realizado el acto que hace posible pensar en esos procesos: La contrición y el pedir veramente perdón.

Tocqueville y la libertad pública

El liberalismo moderno defiende la idea de la libertad de cada individuo de hacer lo que quiere, y rechaza la idea que se tomen decisiones colectivas. Desde el célebre texto de Constant sobre la libertad de los antiguos y los modernos que esa idea es central en la auto-descripción del liberalismo.

Alexis de Tocqueville (1805-1859) es uno de los autores más conocidos del liberalismo del siglo XIX, y en particular uno conocido por sus preocupaciones del efecto sobre la libertad de la democracia (tiranía de la mayoría). Aunque lejos de estar en contra del avance de la democracia, nadie olvida que pensaba que tenía sus riesgos para la libertad.

Sería posible reunir esos dos afirmaciones conocidas para concluir que Tocqueville era un defensor de las libertades ‘individuales’ y que, precisamente, el temor ante la democracia es la capacidad de ella de quebrar esas libertades: que a eso se refiere Tocqueville con la idea de tiranía de la mayoría.

El propósito de esta entrada es sencillamente hacer ver que esa conclusión es inadecuada, y que en Tocqueville la idea de libertad es bastante más pública (bastante más libertad de los antiguos en la contraposición de Constant). La libertad más relevante, la que le importa a Tocqueville, es la libertad pública de decidir nuestro propio destino (el uso de la primera persona del plural no es asunto de estilo aquí); y la tiranía de la mayoría dice relación con la amenaza a esa libertad.

Esto no deja de tener cierto interés para las discusiones públicas en el Chile reciente. Una parte no menor de nuestros proclamados liberales tienden a defender a la dictadura como el momento en que se instauró el régimen de la libertad. Hay varias declaraciones de Hayek (el ídolo del foro de muchos de ellos) sobre que la libertad relevante dice relación con la ausencia de regulación y que las libertades políticas son poco relevantes.

La opinión de Tocqueville sobre ese tipo de argumento es clara. Cuando habla de los economistas en el Antiguo Régimen y la Revolución nos dice (en el capítulo Como los franceses buscaron reformas antes que libertades nos dice:

It is true that they [economistas o fisiocrátas] that they were very favourably disposed to the free exchange of goods and to laisser faire or laisser-passer in trade and industry but, as far as political freedoms proper, they gave no thought to tem and at first dismissed them whenever by chance they came into their minds. Most of them started out as firmly hostile to deliberative assemblies, to local and secondary powers and, generally speaking, to all those counterweights which have been established at different times in all free nations to check central power (Libro 3, Capítulo 3)

La libertad más relevante (proper en la cita) es precisamente la libertad pública. Instaurar instituciones y reglas por decisión propia y pasando por el consentimiento de quienes las experimentan jamás se le hubiera pasado a Tocqueville como un ejercicio de libertad, sino precisamente como un ejercicio de ese poder centralizador (el enemigo en el libro mencionado) que elimina la libertad.

Más en general, en varios de los presuntos liberales en Chile defenderían como instaurar la sociedad libre, Tocqueville lo llama despotismo. Ello es lo suficientemente claro en el prólogo del libro antes citado:

In such communities, where man are no longer tied to each other by race, class, craft guilds or family, the are all only too ready to think merely of their own interests, ever too predisposed to consider no one but themselves and to withdraw into anarrow individualism where all public good is snuffed out. Despotism, far from fighting against this tendency, makes it irresistible since it deprives all citizens of shared enthusiasms, all mutual needs, all necessity for understanding, all oportunity to act in concert. In confines them, so to say, to private life. Men were already moving towards isolation; now despotism confirms it. They were cooling in their feelings for each other; despotism freezes them solid (Prólogo del autor)

Una sociedad en la que todos viven para sus propios proyectos y no hay preocupación por lo común y lo público es la imagen del despotismo, no de la libertad. La libertad implica precisamente salir de la vida privada y el aislamiento, y pasar a los entusiasmos compartidos, a la acción concertada. Cuando Tocqueville habla de la libertad en el Antiguo Régimen (Libro 2, Capítulo 11) no se refiere tanto a la libertad de hacer lo que uno quisiera, como a los espacios y resquicios de libertad pública existente en la Francia del siglo XVIII: En los parlements (tribunales), en la situación de la iglesia, o de las clases medias etc. Lo que ahí muestra que existía era:

The art of stifling the sound of resistance was much less perfected than today. France had not yet become the deaf place we live in now; on the contrary, it reflected every sound and, despite the absence of political liberty, it was enough to raise its voice for the loud echoes to be heard afar off (Libro 2, Cap 111)

La tiranía de la mayoría, para volver a ese tema de la Democracia en América, es tiranía porque precisamente enmudece la voz propia, y hace que todos mantengan la misma opinión. Los Estados Unidos de mediados del siglo XIX bien pueden haber sido el paraíso del liberal anti-regulación (poco poder del Estado y bien pocas regulaciones sobre la actividad económica), pero era ahí donde Tocqueville pensó sobre ese problema. Y la solución que observó en los mismos Estados Unidos sobre ello provenía de algo bien distinto: de las asociaciones. Y ellas son, lugares colectivos (de los entusiasmos colectivos, del actuar concertado); y lo que permiten es un lugar para salvaguardar la independencia de la propia opinión, y la capacidad de hacer oír la propia voz.

La libertad para poder hablar, para poder desarrollar una opinión propia sobre los asuntos colectivos, y así salir del pequeño espacio privado, es ello lo que le importaba al pensador francés.

Nota. Cito de acuerdo a la edición Penguin Classics. Traducción al inglés de Gerald Bevan.