En al menos tres libros que estoy leyendo en estos tiempos de pandemia se repite el tema de la santidad. Al inicio de Los Miserables, Hugo nos presenta la figura de un justo (así se llama el primer libro de la obra): el obispo Myriel, y nos dedica todo ese libro inicial a mostrarnos su santidad. Ibn-Battuta en su libro de viajes (Un regalo a todos quienes contemplan las maravillas de las ciudades y las maravillas de los viajes), en que nos muestra todo el mundo conectado a través del Islam (desde Marruecos a China) repleta su relato de figuras de santidad. La Peste de Camus es, en parte, una reflexión de cómo responder frente a una crisis en conversación con la idea de santidad.
La particularidad de este último es precisamente que está dirigido a quienes no pueden ser santos. Y esto nos muestra algo que caracteriza a nuestra época, y es bastante reciente (Los Miserables se publica en 1862): la desconfianza ante la mera idea de santidad, de perfección moral. Para nosotros sólo resultan creíbles personas con faltas, y mientras más importantes sean ellas más creíble nos resulta. Lo único que va quedando de la idea es la presunción que alguien para ser admirable debe ser perfecto.
Nuestra época obtiene, entonces, de esas premisas la conclusión que nadie es admirable. No sé si ello hable muy bien de nuestra época.