Leyendo la excelente antología de Andrés Bello que editó Iván Jaksić, me encuentro con la siguiente cita, a propósito de las críticas a sus propuestas de reforma de la ortografía:
Todas / estas expresiones, si algún sentido tienen, sólo significan que la práctica que se trata e reprobar con ellas es nueva. ¿Y qué importa que sea nuevo lo que es útil y conveniente? ¿Por qué hemos de condenar a que permanezca en su ser actual lo que admite mejoras? Si por nuevo se hubiera rechazado siempre lo útil, ¿en qué estado se hallaría hoy la escritura? En vez de trazar letras, estaríamos divertidos en pintar jeroglíficos, o anudar quipos (en Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América, pp 146-147 de Repertorio Americano, edición de Jaksić, Penguin Clásicos, 2019).
En ese mismo texto, y en otros dedicados al mismo tema, Bello defiende las reformas bajo la idea que toda la ortografía debe seguir un principio ‘racional’ -cada letra representa un sonido, cada sonido representa una letra, si se quiere-, y en más de una ocasión critica a la Academia española por ser, finalmente, timorata y no sistemática en los cambios que propone; y plantea que si bien ello es esperable de un cuerpo colegiado, la propuesta de un individuo puede ser todo lo sistemática y conveniente que se desea. Los tópicos y argumentos (derivar toda la propuesta de un principio racional, la ventaja de una propuesta individual -que está en Descartes de hecho) son los de los reformadores y revolucionarios, y son planteados por alguien que fue autoridad bajo gobiernos conservadores, que los defendió, que desarrollo sus políticas, y que en general siempre tuvo un talante conservador. Alguien que en una de sus cartas se pone más bien como escéptico, siempre defensor del orden (la libertad entendida como interior al orden), que -en sus escritos políticos- denostaba a las ideas utópicas y poco realistas. Esa es la persona que critica como irracional la crítica a un cambio por el hecho que no es lo acostumbrado, siendo la defensa de la costumbre -por el hecho que ya es la costumbre- uno de los elementos usuales del conservadurismo.
Una respuesta a lo anterior sería pensar que estamos simplemente frente a una inconsistencia, una producida por diferencias de edad (el texto de las Indicaciones es de 1823, y si bien continuó con la propuesta, es la idea de un hombre joven) y de tema (una cosa es propuestas de ortografía y otro asunto son propuestas políticas). Ambos argumentos son razonables, y probablemente sean ciertos en más que una parte importante; sin embargo aquí me interesa aprovechar esa diferencia para argumentar una distinción entre el pensamiento conservador y un talante conservador.
El pensamiento conservador es aquella doctrina que defiende por principio lo antiguo y establecido, que rechaza la innovación como tal, con un fuerte rechazo a la pretensión de modificaciones sistemáticas, y que plantea una serie de argumentos para defender que nada cambie. Dicho así resulta claro que el pensamiento conservador presenta casi siempre problemas. Presentar argumentos y razones resulta tensionante para un pensamiento que, finalmente, plantea que todo debe seguir existiendo tal cual es -el mero hecho de presentar argumento permite pensar la posibilidad de que las cosas sean diferentes; y desarrollar argumentos que tengan lógica implica un grado de creación de sistema que es rechazado.
Es la razón por la cual, en general los pensadores conservadores nunca abrazan por completo esa idea, y que prontamente le ponen límites. El más sencillo es decir (como lo plantea Burke en Las reflexiones sobre la revolución en Francia, donde son distinguidas con fuerza) que no se rechaza el cambio en sí mismo, sino el cambio radical, el cambio fundamental. Sin embargo, la diferencia entre el cambio menor -aceptable para el conservador, que incluso puede plantear que es necesario (como lo hace el mismo Burke que plantea que esa posibilidad es obligatoria para la estabilidad)- y la diferencia entre el cambio mayor -inaceptable-; resulta muy poco precisa: ¿cuando algo es demasiado importante para que no sea menor? El criterio sólo excluye con claridad a las revoluciones, pero no se requiere ser conservador para rechazarlas; y, por otro lado, el pensamiento conservador tiende a disminuir el carácter innovador y revolucionario de los procesos que aceptan, como es el caso de la independencia de EE.UU, donde el carácter revolucionario del invento producido se le quita perfil, siendo lo cierto que el tipo de gobierno generado (federal, ejecutivo elegido por la población, Corte Suprema, Senado) no tenía precedentes y se basaba en varios elementos ‘teóricos’. El argumento es sencillo, y el hecho que no tenga reglas claras sino que tenga que evaluarse caso a caso es algo atractivo para el temperamento conservador; pero no resulta suficiente en última instancia.
Otro argumento es diferenciar entre cambios naturales y cambios deliberados, y aceptar los primeros -que se producen por tendencias que nadie dirige- mientras que se rechazan los segundos -una intervención inaceptable en lo que sucede naturalmente. Ahora, sigue ocurriendo que el argumento no funciona. Al fin y al cabo, es natural que entre seres humanos existan intervenciones deliberadas: dado que las personas piensan y planean, muchas de las acciones que realizan personas y organizaciones son intervenciones deliberadas al interior del conjunto de la sociedad (es deliberadamente que una empresa lanza un producto por ejemplo). Al mismo tiempo, es inevitable que el conjunto de las actividades realizadas por los seres humanos sea imprevisible y no deliberado, por el sólo concurso del hecho que son múltiples las voluntades que concurren a su desarrollo (como dice Arendt en una frase que me gusta mucho al inició de The Human Condition, ‘live on the earth and inhabit the world’. Debido a ello, entonces lo que ocurre con cada intervención deliberada por un actor en concreto, ya no depende de ese actor (cada actor propone, la sociedad dispone, si se quiere). La diferencia tampoco puede radicar allí.
Una tercera versión, que de hecho acerca al conservadurismo a posiciones liberales, es distinguir ahora entre cambios ‘libres’ y cambios productos de la coerción del Estado. Sólo los primeros, que no son producto de ninguna voluntad particular, pueden aceptarse, ya que serían producto de procesos naturales; mientras que los segundos serían producto de intervenciones que no corresponden a la deriva natural de la sociedad (esta es la versión conservadora, la versión puramente liberal de lo anterior rechaza la coerción sólo por ser coerción). Ahora bien, esto tampoco se mantiene, por el sólo hecho que la producción de una agencia con capacidad coercitiva (o sea, el Estado) es -en sí- una deriva natural de los procesos sociales. En prácticamente todas las situaciones en que ha crecido la complejidad social se ha generado un Estado; y dado que esto ocurrió de manera independiente en casi todas las civilizaciones primarias (de oeste a este: Mesoamérica, los Andes, Egipto, Mesopotamia y China; he escuchado quienes defienden que eso no ocurrió en el valle del Indo, pero no está claro y sería el único caso, al menos claramente no es lo más común y ‘natural’ como deriva) podemos plantear que la dirección con menor costo y trabas -una afinidad electiva entre Estado y complejidad social. Luego, dado que a través de procesos naturales se genera esa agencia con capacidad de coerción, entonces exigir que ella no haga lo que ‘naturalmente’ realiza, constituye una intervención contra un proceso natural, que contradice la idea.
En general, entonces, el pensamiento conservador no logra producir lo que necesita: una diferencia clara entre el buen y el mal cambio, lo que necesita dado que no es sostenible un rechazo a todo cambio como tal (y de hecho, que no hacen eso, es una de las primeras defensas del conservadurismo).
Ahora bien, lo que he dicho es cierto para el pensamiento conservador, pero no aplica al talante conservador. Y a ello se debe la distinción que pusimos al principio de la nota. Porque el talante conservador, como un tema de temperamento, es más bien la idea de ser cauto, de sentir que hay que tener cuidado en no arrojar el niño junto al agua del baño (para usar la expresión inglesa), de pensar que algo ya se ha hecho y algo ya se tiene (algo que habría que tener cuidado en conservar). Todo ello es, como dije, un asunto de temperamento -quien siente así de todas formas puede proponer y apoyar cambios importantes y de largo alcance, o basados sólo en la aplicación de principios básicos. Ese es, precisamente, el caso de Bello con el cual iniciábamos la entrada: Una propuesta de cambios importantes, justificado por que corresponden a la aplicación directa de un principio racional. Alguien de temperamento conservador bien puede hacer eso, con tal que se sea cauto y cuidadoso (y así, Bello propone sus cambios en dos etapas, y su principal crítica a la Academia no es que hiciera los cambios de a poco, sino que ellos no seguían una simple regla).
El talante conservador, en ese sentido, no cae bajo las críticas que hemos hecho al pensamiento conservador; y difícil sería criticar -en sí mismo- el hecho de ser cauto y cuidadoso, bien se puede defender que eso coadyuva a realizar transformaciones. A quienes defienden grandes transformaciones no estaría de más recordar dichas diferencias; aun cuando, quizás, la pretensión de hacer diferencias precisas y hacer matices, algo tiene de temperamento conservador.