En El Mostrador, Bellolio hace una crítica al infantilismo revolucionario. La anécdota es bien sencilla. Como moderador de debate de la FECH hizo una pregunta final: ¿por quién votarías para presidente de Chile? Y hace notar que todos los dirigentes de la izquierda no PC optaron por anular. En esas circunstancias, ¿cómo va a representar el sistema si es que uno no participa del juego? Al fin y al cabo, podrían haber dicho cualquier nombre -no tendrían la excusa del votante que se encuentra frente a dos malas alternativas, eran libres para decir cualquier cosa.
La crítica olvida que lo que devela es precisamente el punto: Es el rechazo a la idea misma que las democracias funcionan con representantes. Les plantea un juego que los dirigentes ‘saben’ que no funciona: No importa a quién se elija, la cosa no funcionará. Es precisamente lo que ha pasado dentro de la CONFECH, con el continuo rechazo y desconfianza a la idea de líderes que representen.
En general, la idea moderna de representación es relativamente reciente. Peña en alguna columna en El Mercurio se refería a la idea que los parlamentarios habían pasado de representantes a nuncios. De personas que podían actuar independientemente a personas que sólo comunicaban la decisión de los votantes. La idea del representante como actor autónomo es de hecho relativamente reciente -Burke a finales del siglo XVIII en su carta a los electores de Bristol defendía esa forma. Pero lo tradicional, lo previo, era el nuncio: La persona que no puede tomar decisiones sin un mandato del voto.
La representación está en crisis no porque nuestros representantes no realicen la tarea de representación, y la cosa sería cambiarlos por otros representantes o incluso por otra forma de obtener representantes. Lo que está en duda es la idea general de la representación. Existe un cambio hacia una sociedad que, instintivamente, prefiere un actor mandatado, que no puede actuar por su cuenta al representante autónomo.
Nunca hay que olvidar que los arreglos institucionales son siempre históricos y cambiantes. Puede que las personas no cambien nunca, pero las instituciones sí lo hacen. Y las estructuras a las que estamos acostumbrados, la idea que la democracia funciona a través de representantes, pueden modificarse o incluso desaparecer.