La semana pasada escuché un comentario a propósito de una iniciativa de una empresa en México. Bueno, los muchachos -que están en el negocio de la construcción- han desarrollado toda una serie de servicios adicionales (por ejemplo crédito) para grupos de bajos ingresos, abandonados por el mercado.
Ahora, no es la iniciativa como tal la que voy a comentar, y menos nombrar, sino el hecho que -desde la perspectiva de la empresa- su principal enemigo eran los subsidios estatales. Y esto porque los subsidios se entregaban para construir clientelismo (las personas que recibían dinero quedaban en las redes de los políticos que las entregaban) y por tanto iban en contra de las iniciativas de ’emprendimiento’, que era lo que la iniciativa intentaba desarrollar.
Sin embargo, las acciones de la empresa son -directamente- una forma de clientelismo: Poner tal y tal servicio (facilitar el acceso al crédito es una forma de subsidio) de forma tal que estas personas se transformen en ‘clientes’ (en personas leales a la empresa, que les resulte difícil abandonar el sistema). Si el mal del clientelismo político es que las personas pierden autonomía y quedan sujetas al político, ¿el bien de la mirada de cliente en el ámbito privado es que las personas sean leales y continuen con la empresa -i.e pierdan autonomía y queden sujetas a la empresa?
En este punto recordé la vieja distinción de Hirschman sobre salida y voz. Y cómo los mismos comportamientos (salida) es visto como prácticamente traición en un caso (la política) y en otro es lo esperado (economía). Casi pudieramos definir el ámbito económico aquel donde salida es la opción esperada y política donde voz es la opción esperada. Resulta interesante que el clientelismo (construcción de lealtad y, por tanto, disminuir la probabilidad de salida) se vea tan positivo en el mundo privado al ser -al decir de Hirschman- la implantación de un criterio político en ese ámbito.